Baje las escaleras, la casa en penumbras y
las voces salían del televisor.
La vi sentadita, escondiendo su cara, no me vio acercarme.
-¿Qué tenés?- pregunté.
-Nada- me dijo hundiendo su rostro en el sillón.
-¿Estás cansada? ¿Te duele algo?-
-No, no sé. Apenas si movió los labios.
-¿Estas enojada?- esperé su respuesta en silencio.
-Preguntale a ella-
Supe que hablaba de mi madre.
Me senté a su lado sin hacer ruido, la vi de perfil,
sus ojos llorosos, la mirada tan confundida, enojada y avergonzada.
Se limpió las lágrimas como si de eso dependiera la victoria.
Abrazó su cuerpo.
-¿Tenés frío?-
Me dijo que no moviendo la cabeza.
Mentía.
La abracé sin hacer presión. Sentí como su bracitos se iban poniendo
tibios, se calmaba.
Sabía que no era a mi a quién quería cerca, pero no me echaría de su lado.
Me sujeto la mano.
Olí su cabello, le ofrecí un caramelo. No queria nada, entendí que
era momento de dejarla sola. La apreté contra mi pecho y besé su mejilla.
Mis labios quedaron húmedos.
¿Hace cuanto llorabas en silencio, pequeña?
Me levanté soltando su mano, por un momento intentó retenerme
pero desistió al segundo. Me dejo ir.
Llegue hasta la puerta y me volví para verla.
Sus pies descalzos, tratando de entender lo que pasaba, le dolía.
Daniela tiene 5 años y ya sabe de llorar en soledad, de dejar ir,
de perder y empezar de nuevo.
Qué lindo y tan cierto. Desde pequeñas aprendemos a llorar. Es parte de nuestra vulnerabilidad y nuestra fortaleza al mismo tiempo.
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